Nº 7 VENECIA
VENECIA
Por segunda vez, veinte y tres años
después. Como me dijo el amable chico que me atendió en la recepción del hotel:
“In Venice never changes”, en Venecia nada cambia, y lo confirmo, desde mi
llegada a la estación portuaria de Madonna dell Orto no dejé de
cruzarme con decenas de imágenes que tenía atesoradas en el recuerdo desde
todos esos años, que parecía que hubiese regresado en el tiempo. Es una ciudad
difícil para las nuevas construcciones, si se desarrollan, es de puertas para
adentro. Como es mi caso, esta vez viajé sin compañía, a diferencia de aquella
primera en la cual entré en la ciudad de los canales por vía ferroviaria
acompañado de una mujer. Ahora es invierno, no como aquel tórrido verano que
decidimos recorrer juntos las principales ciudades de Italia, de Roma hacia su
frontera norte. Y hace un frío tremendo. Desde la pequeña singladura desde el
aeropuerto, al cruzar la laguna a primera hora de la mañana, aprecié cómo el
sol se despertaba tímido y débil entre un cielo nuboso color ala de paloma. Un
color que a lo largo de ese primer día se iría compactando hasta alcanzar un
tono plomizo.
El termómetro no alcanzaba los cuatro
grados centígrados y junto a la humedad que ascendía de los canales me obligué
a llevar gorro de lana y a meterme las manos en los bolsillos. No desentonaba,
la ciudad estaba llena de turistas con gorros de lana que se perdían evitando
las corrientes de aire frío. Cuando llegué al hotel tenía las manos encarnadas
y reumáticas, insensibles a las órdenes que lanzaba mi cerebro. Pasados los
trámites y una conversación amena con el recepcionista pude acceder a mi
habitación. Estaba situada muy cerca de la mesa donde él trabaja y separada del
lobby por una pesada puerta de cristal mate. El elegido era un hotel pequeño,
un antiguo Palazzo de un siglo pretérito indefinido, ahora reformado en
hospedaje y que mantiene intacta su antigua fachada gótica de juego de ventanas
con arco ojival, se levantaba sobre un sotoportego sombreado y se accedía
a él pasando un puente que cruzaba un canal. Sobre esa fachada envejecida de
ladrillos marrones que aún mantenía parches ancestrales y exponía escudos y
sellos en mármol, anclado al saliente de un pequeño balcón, colgaba una
banderola o pendón en color granate con el nombre y siglas del hotel a modo de
blasón familiar. El palaciego exterior estaba en consonancia con sus aposentos.
El recepcionista cerró la puerta detrás de mí tras presentarme un exiguo pero
confortable cuarto de baño y me quedé solo frente a esta imagen: paredes
cubiertas de tela dorada de suelo a techo con detalles de cornucopias, una cama
principesca de apariencia blanda y esponjosa como una nube cubierta de cojines
cosidos con hilo de oro, con un cabecero de madera en el mismo color dorado que
las paredes y flanqueada por dos lámparas de pie altas como cuellos de jirafa en
igual simulación aurea. Del blanco techo colgaba una lámpara de araña de
dimensiones asequibles, de una de las paredes una copia al óleo de cualquier
falsa imagen pintada por Canaletto. Un pequeño armario de madera, con puertas
de estilo rococó en color gris con detalles florales en color rosa, que a la
hora de ir a abrirlo para guardar dentro mi ropa se descompuso la cerradura. Un
viejo bureaus en madera lacada posiblemente rescatado de un anticuario y
una silla almohadillada con el mismo ritmo de tono de esplendor veneciano
componían la pieza con su presencia intelectual; perfecto para corregir y
ampliar mis notas, me dije nada más verlo. Me senté en la silla para observar
la habitación desde un punto central. Esta expulsó un leve crujido por mi peso
y sus patas tambalearon como enfermas. Esa palabra innombrable, decadimento,
se hacía carne ante mis ojos.
Una ventana, que en cuestión de hoteles
siempre están cargadas de misterio y decepción a partes iguales, esperaba a ser
abierta y revelar sus vistas escondida tras un pesado cortinaje. Empujé los
cristales y después los postigos de madera, pesados y chirriantes. Abajo una
calle transitada y a mi izquierda la recortada visión de un pedazo de canal, el
mismo que corría por delante de la fachada, bajo el puente que conduce a la
entrada del hotel. Donde a casi todas horas había tres o cuatro góndolas
estacionadas esperando clientes.
Era todo lo que quería y se esperaba.
Sumergirme en el estilo veneciano de brillos orientales y perfumes caducos. Una
habitación de oro dentro de un Palazzo al que puedes acceder tras un
viaje en góndola por los canales. Dentro del contexto soñado por todo
visitante. En Venecia uno desea y admite con agrado lo viejo y el pasado, de lo
contario no se visita Venecia.
Camino de la Piazza de San Marcos,
la localización del hotel era perfecta, salía por su puerta y tanto la Piazza
como el Ponte de Rialto los encontraba con facilidad con un breve
paseo; camino de San Marcos, pasaron por mi cabeza 300 libros, 4567 poemas, 100
películas y otras cuantas canciones inspiradas en Venecia, por lo que decidí
por callarme y andar, perderme por sus callejuelas hasta alcanzar algún canal
silencioso. Donde el turismo no llega la ciudad permanece dormida, quizás
muerta, expandida en un millar de callejones estrechos diseñados para sueños de
novelista, tal como eran hace cientos de años. En esos Campos todo
permanece igual, son viejas las edificaciones, los ladrillos que contienen el
agua de los canales, los postigos sucios de las ventanas, los muros y patios
cerrados con sus pozos clausurados, el aire que se respira también parece
antiguo, o se desea que lo sea para no perder ni salir nunca del ensueño. Uno
se pierde en esos callejones y cree pensar que le persiguen, que algún cadáver
te puedes encontrar al cruzar un puente, flotando anónimo sobre las grises
aguas estancadas.
La misma sensación de vejez no sólo la
encuentras en las torres de libros usados de la librería Aqua Alta,
también mi percepción la halló en los pasillos y habitaciones de la Colección
Peggy Guggenheim. Las obras allí dentro expuestas, pese a no sobrepasar ninguna
los setenta u ochenta años, se parecen más a los viejos lienzos que guardaba tu
tío en el trastero y que un día decidió rescatar y desempolvar que a
legendarias obras de arte que todos damos por hecho que lo son. El Harry´s Bar
también se siente viejo, cansado ya de su nombre necesita una remodelación
urgente, ya no queda allí nada de lo que gran parte de mis ídolos literarios
hicieron de él. Nadie se emborracha, nadie mantiene conversaciones sesudas,
nadie se pega de puñetazos en la puerta.
Una mañana, temprano, mientras
desayunaba en un espacio de paredes altas forradas de raso rojo bajo la mirada
inquisitiva y severa de un imaginado Dux pintado al óleo, me puse en pie para
observar a través de esas ventanas ojivales, que como si fuesen los ojos del
hotel se abrían a la ciudad, y descubrí para mi asombro una escena más que
deseada. Un bote bajo en color negro colmado de ataúdes de madera, algunos con
su bolsa plástica transparente protectora, anclado a las puertas del hotel,
junto al puente, ocupando la estación de góndolas. La muerte y Venecia son
palabras asociadas ad infinitum, el certificarlo de manera tan prosaica
como poética fue para mí como vivir dentro del relato de un escritor enamorado
de los crepúsculos y los carnavales. Pues estos eran días de Carnaval, estos de
mi visita, y doy gracias a los postigos y ventanas de la habitación, que durante
las horas de sueño, mantenían alejado el bullicio y la jarana nocturna. Aunque
el frío ya se encargaba de rebajar cualquier intento festivo más allá de las
siete de la noche.
Este hotel, que estaba cerca de todo y a
su vez perdido en su centro, también lo estaba de un bar a media luz con música
rock y cerveza fría en el cual pasé cada día sus últimas horas después de
cenar. Su ambiente acogedor y su potente calefacción atraían a una variopinta
clase de clientes. En Venecia se distinguen varias corrientes de turistas, los
que viajan en grupo, en pareja, los que vienen de lejos, muy lejos o cerca, los
que gastan mucho dinero y los que viajan con bajo presupuesto, además, pululan
por este tipo de bares los borrachos universales: cierto tipo de personas de apariencia
elegante y sofisticada que son capaces de enumerar una por una las mejores
barras de las capitales del mundo más cosmopolitas. Bebedores sociales que
levantan cocteles y empatizan con cualquier persona, nadie sabe de dónde vienen
ni a donde van, pero gastan dinero y siempre mantienen un nivel de ebriedad
aceptable. Compartí una noche con una persona muy singular de dicho género en
este bar. Se llamaba Robert y vivía entre Venecia y Las Bahamas.
Ya en la cama, esa nube esponjosa entre
dorados que me hacía recordar a Freddie Mercury, protegido de ese frío invernal
que calaba hasta los huesos, repasaba el día para volver a la Galería della
Academia y a los colores vibrantes de las pinturas de Veronés, a las figuras
que flotaban en scorzos sobre la Piazza de San Marcos y a las
fisonomías musculosas y retorcidas de los personajes renacentistas de Tiziano y
Tintoretto, a la visión estática e imperecedera de los canales representados por
Guardini y Canaletto, al misterio de la Tempestad de Giorgone, a esas
visiones que nos recuerdan el pasado piadoso de la ciudad y sirven de conexión
con su orgullosa y rica sociedad. Son momentos, estos de caer exhausto sobre la
cama junto a una bolsa de Zrittelli rellenos de crema, en los cuales me
gusta regodearme en la revisión del día vivido, y perfilar apuntes o tomar
nuevos, y rememorar los suculentos pappardelle a´la estanca que devoré a
mediodía en una escondida ostería, los chiquettis acompañados de proseco
durante el aperitivo, los cocktails Bellini y las jarras de cerveza
ingeridas, es cuando mi memoria se detiene expeditiva en la visión de la laguna
desde el Ponte della Academia, cuando las olas mueven las proas de las
góndolas levantando y bajando su Ferro como si fuesen cuchillos de
carnicero, cuando regreso al suave tacto del pañuelo de seda que compré en Rialto;
el recuerdo abarca un día entero de paseos por callejuelas que nacen de la nada
y desembocan en canales muertos, de tiempo indefinido perdido sin necesidad de
encontrar nada, de horas significativas: a las cinco de la tarde se retiraba el
agua de los canales al bajar la marea y el fango verde descubierto emanaba un
aroma insano, una nube gris crecía y se recreaba flotando sobre la superficie
de las aguas estancadas, las campanas de una iglesia cercana testificaban y
anunciaban este hecho cada tarde. Recordaba el bello baile de máscaras y
disfraces en San Marcos desde mi habitación no menos operística, y fluía dentro
de mí el deseo de salir a la noche para escudriñarla y alborotar las calles
apartadas con el sonido seco de mis pisadas, oculto tras una máscara blanca. Regresaba
a las gaviotas planeando sobre el fondo azulado de la isla de la Guideca
y al sol ocultándose tras Santa María della Salute, al juego de luces de
las farolas encendidas de San Marcos a mitad del proceso del ocaso, a los
postes de madera que mantienen en pie el sueño de Venecia.
Una habitación de hotel donde se escribía
una pequeña novela cada noche, donde todas esas experiencias quedaban plasmadas
en papel bajo el sello y membrete de un falso Dux veneciano.
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