ROOMS Nº1 AMSTERDAM

 

ROOMS

Relatos de hotel

1.   Nº1 :  AMSTERDAM

 

 Llegué en tren desde Berlín, tras realizar un viaje de varios días por Alemania, serían pasadas las tres de la tarde. Al salir de la estación Amsterdam me recibió con su habitual bullicio de tranvías, bicicletas, grupos de turistas y aroma de puerto. Cielo plomizo con lluvia fina y ráfagas de viento, un día común en la ciudad.

 Queriendo conjugar precio barato con ubicación y cercanía a mi centro de acción, no sabía que con esta decisión iba a disfrutar de una de las experiencias nocturnas más surrealista que hubiese vivido nunca.

 Ciertamente cansado del viaje, y con pocas ganas de recorrer la ciudad en busca de alojamiento, decidí por buscar fortuna en los primeros hoteles que encontré, nada más salir de Central Station. Fue al cuarto intento, después de descartar dos simplemente por el nombre, cuando encontré lo que deseaba: habitaciones con baño privado, se anunciaba en un letrero colgado en una puerta de madera negra. Hotel Anchor, en letrero luminoso coronando la entrada. Detrás de esa puerta unas escaleras de madera quejumbrosa y empinadas ocupaban un estrecho pasillo ascendente hasta la recepción, lo que primeramente me llevó a la confusión por no saber bien de a qué tipo de negocio estaba subiendo. Una vez arriba me planté delante de un pequeño mostrador de madera oscura, suponiendo que era la recepción, al otro lado un chico alto y rubio, de facciones marcadas, ojos pequeños y azules, casi transparentes, y de dermis sonrosada, permanecía a mi espera sonriendo, mientras yo echaba un vistazo en derredor. El pequeño espacio que ocupaba la recepción tenía las paredes forradas de madera, también muy oscura, estanterías con libros envejecidos, todos volúmenes de temática náutica, sujetos por una cadenita que los cercaba a todos muy unidos por el lomo, como previniendo posibles caídas; candiles de barco metálicos en color rojo, algunos abollados, flotadores decorativos naranjas, cuadros como ahumados, de bajos y toscos botes holandeses, todo bañado con una luz muy tenue, que creaba una sensación a la vez reconfortante y angustiosa. El precio me pareció convenible y después de firmar en el libro de entradas, el chico hizo un giro ensayado y perfecto para buscar detrás suya, entre unas cuantas celdillas profundas y oscuras, cuál sería la habitación indicada para mí; con ese aire de danza, o paso marcial, agarró una de las llaves y volvió a girarse.

 Que pase muy buena noche Mr. Masllorens, dijo ofreciéndome la correspondiente al número 16, cuarto piso última planta, el ascensor lo tiene justo ahí, terminó señalando un pasillo oscuro, y regresó a su postura firme, sosteniendo una sonrisa de cortesía, pero con una mirada de juego implícito que escapaba a mi comprensión.

 El suelo crujía con mis pasos. No se había escatimado en madera, y no quedaba un espacio libre que no estuviese cubierto de tan viejo y oscuro material, ampliando esa sensación cálida y angustiosa que comenté antes. Se percibía cierto olor a humedad.

 El ascensor subió lento entre ruidos furibundos, era estrecho como un ataúd en vertical, malamente iluminado por una bombilla mustia por la suciedad. Llegó a la cuarta planta en el mismo tiempo en el que podría haber cruzado la ciudad entera. Al abandonarlo, un pasillo estrecho y largo, un ortoedro de madera negra, la puerta de mi habitación justo al final. Tal vez pudiese ser uno de los edificios antiguos más estrechos de Amsterdam, crecía como una espiga y penetraba en profundidad hacía lo desconocido.

 Como también tenía hambre, fui rápido en dejar las cosas y dejar el hotel, sin percatarme de las peculiaridades de la habitación. La verdadera magia la disfruté un par de horas después, a mi regreso tras pasear por junto a los canales, comer algo y visitar un par de Coffe Shops.

 La habitación era pequeña, con una cama enorme que parecía muy antigua, justo en la mitad del espacio, con somier y cabecero en metal pintado y desconchado, de colchón blando y deformado; paredes y techo de listones de madera pintada de tiempo y humo, en color café solo. Una única ventana pequeña, al asomarme, descubrí que daba a los tejados y los patios secretos de las viviendas de la compacta manzana. El suelo, también, de tablones largos, se ondulaba y parecía inclinado hacia una esquina, creando una figura geométrica deformada e imprecisa. Parecía que estuviese en un barco. Como había visitado varios coffe shops, llevaba un buen colocón de hierba y la distorsión arquitectónica hacía cobrar movimiento al pequeño espacio, incrementando la sensación de estar dentro del camarote de una goleta pirata. Todo se movía, se mecía como si estuviésemos en alta mar; llovía afuera, y una ráfaga de viento empujó el agua contra el pequeño ventanuco como si fuese una ola enfurecida. El suelo se movía y crujía. Me tumbé en la cama, las ondulaciones del colchón hacían imposible que me relajase y enfocase algo para no marearme. Me reincorporaba y perdía el equilibrio, la puerta parecía huir lejos, yo escurrirme hacia la pared contraria. Intenté caminar a grandes zancadas para alcanzar el cuarto de baño, porque parecía inevitable que vomitará en breve; fue como en una escena de cine mudo: para llegar a él fui agarrándome a la pared, y para regresar tras regurgitar la cena tuve que asirme fuerte al somier metálico de la cama porque parecía que de un momento a otro pudiera salir despedido contra la pared. Todo se movía y daba vueltas, era tan angustioso como divertido. Habiendo ya vomitado el pedo de María, la alucinación sensorial persistió durante todo el tiempo que estuve despierto.

 Porque el intentar dormir tampoco fue fácil. Sentado sobre la cama observaba el espacio disforme y claustrofóbico, sentía que flotaba. Un cuadro, la pintura muy oscurecida del típico molino holandés, por más que lo intentase, siempre volvía a ladearse después de colocarlo; tiempo tarde en darme cuenta de que era la pared la inclinada respecto a la verticalidad de la caída del objeto. Un armario, levantado por rechonchos pies barrocos, igualmente de madera oscura como todo el conjunto, se torcía al lado izquierdo y a su vez hacia detrás, dada la peculiaridad ondulante del “firme”, y había que tener mucho cuidado al abrirlo si no querías caer dentro. Y un espejo, en el que para poder mirarme bien debía ladear el tronco hacia la derecha.

 En el centro del techo, una lámpara de cristales caía peligrosamente a media altura proyectando sombras de cine experimental ruso.

 Sólo me faltó fumar en pipa.

 La lluvia persistía en asustarme golpeando la ventana. Cerré los ojos e intenté dormir, todo se movía en mi cabeza, la sensación de balsa perduraba, era imposible salir del barco. Tumbado sobre el viejo colchón tampoco podía encontrar la horizontalidad deseada y un aroma salino y pútrido parecía colarse entre las maderas del suelo proveniente de los canales. Finalmente caí dormido, persistiendo mucho en ello. En el sueño me vi corriendo del trinquete a la mayor en plena tormenta atlántica.

 Pero a mitad de la noche, crujidos en la madera provocados por pasos indecisos y atropellados, mezclados con carcajadas de borracho provocadas tras aporrear mi puerta me despertaron. El tremendo estruendo fue perdiéndose por el pasillo a medida que se alejaba el grupo de chalados golpeando todas y cada una de las puertas. Tenía muy claro que no iba a preguntar quien había sido, así que regresé al sueño.

 Al despertarme, ya de mañana, la habitación parecía haberse detenido en el último bamboleo, esforzándose por no desmoronarse encima de mí. Dejé el calor de la cama, y anduve dos pasos sobre el suelo movedizo hasta llegar a la ventana, la abrí: una mañana húmeda y gris, pese a creer lo contrario la noche anterior, todavía permanecíamos anclados en el puerto de Amsterdam.

 Si mi intención era la de quedarme dos noches, reprimí mis ganas y abandoné la habitación justo después de lavarme y vestirme. Bajé en el estrecho ataúd reconvertido en ascensor como quien baja al infierno, lentamente y sin remordimientos. Al llegar a recepción el mismo chico del día anterior permanecía tras el mostrador en la misma posición que cuando llegué, me fijé bien, parecía un joven alistado en la marina, sólo le faltaba el jersey a rallas blancas y azules, y el gorrito ladeado haciendo juego. Le miré con unos ojos que indicaban de todo menos paciencia.

-          ¿Nos deja ya, Mr. Masllorens?

-          Si, tengo previsto viajar a Roterdam esta misma mañana.

-          Pasó buena noche – dijo con una sonrisa almibarada y ojos diabólicos -, espero que haya sido de su agrado su estancia en el Hotel Anchor, fue un placer tenerle abordo.

 Bajé el estrecho pasillo escalonado hacia la calle, la puerta se cerró detrás de mí impulsada por un muelle y quedé a la intemperie, mojándome con la lluvia fina y persistente que jamás abandona esta ciudad. Sentí como si me hubiesen echado por no pasar una prueba no anunciada. Regresé la vista al rótulo luminoso. Hotel Anchor, ancla.

 Pues la tendrían mal enganchada, pensé, y me fui, paseando tranquilamente, en busca de otro hotel que estuviese más asentado, cuanto más lejos del puerto mejor.

 


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