ROOMS. Nº3. BERLÍN
3.BERLÍN
Berlín. Siento una cercanía y empatía
emocional sorprendente con la historia del “Muro de Berlín”. Por alguna
extrañeza, la Caída del Muro el nueve de noviembre de 1989, causó en mí una
impresión que perdura hasta el día de hoy. A la mayoría de la gente también le
alegró la “Caída del Muro”, está claro; yo, me sentí con ellos, entre ellos,
sentía su misma satisfacción y comprendía, el hecho irreversible que
presenciábamos a través de la pantalla del televisor. Tenía tan sólo catorce
años. Con los años mi curiosidad fue creciendo y la fui alimentando con
lecturas, visionados de documentales, obras de arte y artistas referentes, más
visitas a la ciudad.
En una de estas visitas fui con la pretensión
de caminar sobre los adoquines que marcan todo el recorrido del antiguo Muro
que separaba los dos berlines, el Este del Oeste, permaneciendo el último
completamente rodeado por el bloque comunista, como una pústula para ellos. Una
línea larguísima que atraviesa diferentes barrios, serpenteante y que a veces
pierdes, que pasa por jardines, plazas, carreteras y atraviesa edificios.
Para intentar realizar esta Performance
en solitario, busqué y encontré un hotel asequible en el barrio de Mitte.
Hotel, yo no lo llamaría así.
Tengo que decir qué en el año de mi visita, en
el dos mil ocho, no existía la plataforma Airbnb, y el concepto era totalmente
desconocido.
Este hotel ya se acercaba un poco a lo que
conocemos hoy.
La entrada al hotel y la recepción no
resaltaba para nada en la calle, una más en toda la línea del edificio. Allí
también se encontraba la cafetería, donde iba a desayunar bollería danesa y
salchichas ahumadas cada mañana. Eso era todo. Mi habitación estaba fuera, en
otro portal. Me dieron varias llaves y tuve que abandonar la cálida recepción
para regresar al frío hiriente de enero. Caminar dos portales, subir unas
escaleras, primera puerta a la izquierda, en una casa de vecinos cualquiera. La
habitación resultó ser muy espaciosa, con el techo al menos a cuatro metros,
una cama grande, cuarto de baño y un ventanal enorme que daba a la calle
exterior. En realidad, era una parte de una casa enorme, que bien podía haberse
dividido en tres habitaciones; la mía tal vez correspondiese con el comedor. Se
percibía cierto aroma de hogar, como de casa antigua, tal vez por el suelo de
madera y las cortinas a rayas.
Inicié la Performance pero no pude
terminarla, el recorrido es inmenso. Me perdí varias veces. Enero en Berlín, un
frío impresionante, recuerdo una tormenta de nieve que me mantuvo en el
saliente de un edificio por casi una hora.
Me parecía sorprendente el tener que dejar la
habitación, salir a un portal, abandonar el edificio y tener que pasear por la
calle para llegar a la cafetería donde servían el desayuno. El ventanal dio
mucho juego, pasé muchas noches sentado, apoyado en la pared que dejaba su
hueco, era maravilloso ver a la gente pasar muerta de frío, ya de noche, camino
a casa, mientras yo disfrutaba de una calefacción potente, tal vez demasiado
fuerte. En frente tenía un edificio de hormigón enorme, con una sola línea de
pequeñas ventanas; evidentes impactos de munición decoraban su pared como si
estuviese picada de viruela. Ninguno de los días que pasé en la ciudad percibí
algún tipo de acción en su interior. Un desecho de la guerra fría.
Uno de los días, tras una buena siesta, dejé
mi habitación decidido a conocer algo más de la ciudad, ya era de noche. Aunque
eso no quiere decir que fuese horario nocturno, serían las cuatro y media o las
cinco. Salí del portal y caminé la larga calle hasta llegar a Unter den Linden,
crucé la avenida con un atisbo de conocimiento, pero perdido totalmente. Vagué
por las calles hasta dar por casualidad con los almacenes okupados tras la caída
del Muro, que es en realidad lo que andaba buscando. Paredes pintadas, espacios
cerrados, ambiente de artista de feria. En uno de sus bares, pasé la noche
escuchando un grupo de música, dejándome llevar con sus ritmos de jazz que me
transportaban al Berlín de los años veinte. Cuando quise regresar al hotel fue
imposible.
Berlín desierto, noche helada y oscura, calles
largas de antiguos bloques comunistas, vacías, sin vida. Ventanas oscuras. Luz
de farolas amarillas, cayendo en vapor, difuminada. Caminaba sumergido en el
abrigo, la bufanda atada de manera que cubría mi cabeza y también daba vueltas
al cuello. Silencio extraño, sensación de ser un intruso.
Escuché un silbato lejano y giré la cabeza:
tres personas venían corriendo hacia mí, con las cabezas agachadas, como
evitando ser vistos. Llegaron hasta mi posición a una velocidad tremenda.
Comenzaron a hablarme fatigados, expulsando ráfagas de vaho por la boca,
sudaban profusamente en el frío de la noche. No les entendía, hablaban en
alemán. Pero pude intuir que algo querían de mí, pues cuando un segundo silbato
se escuchó más cerca, y después un tercero, me agarraron y me obligaron a
correr con ellos, igualmente agachado. Corrimos entre las sombras sin parar,
giramos varias calles, los silbatos se escuchaban ahora acompañados de ladridos
de perro. Intenté detenerme, detenerlos para saber qué ocurría, pero nada,
volvieron a agarrarme de la mano y sumergimos las cabezas. En una calle muy
oscura nos detuvimos, giramos y nos metimos por un pasillo de cubos de basura
enormes que desprendían un aroma detestable.
Cuando vieron estar bien protegidos nos
paramos. Se sentaron en el suelo, estaban exhaustos. Evidentemente nos
perseguía la policía, pero quería saber más. Pregunté en inglés, su respuesta
fue increíble: pretendían saltar el Muro cerca de Postdamer Platz, los tres
habían escapado juntos pero el ejército ahora les perseguía para frustrar el
intento. Y llevarlos a la cárcel, dijo uno; o dispararnos por la espalda, dijo
el otro. Si no quieres cruzar con nosotros, es mejor que te vallas, corres
peligro.
-
¿Saltar el Muro? – pregunté estupefacto.
Estaba claro que me había perdido en la
traducción. Asustado al ver sus caras de terror mirándome, les abandoné.
Parecían yonkis que escapaban de la policía y no me quise ver involucrado.
Crucé el pasillo de basuras y salí a una calle mejor iluminada. Ahora una
niebla helada se tragaba la ciudad. Los silbatos y los ladridos de perro ya no
se escuchaban.
Caminé con premura buscando algún lugar, una
calle, la fachada de un edificio, lo que fuese que pudiese recordar de algo y
me sirviese de orientación.
La niebla se fue iluminando frente a mí, el
ruido de un motor parecía acercarse. Un taxi, pensé rápido. Unos faros se
fueron haciendo cada vez más precisos, más redondos. El sonido del vehículo se
hacía cada vez más atronador, como si llevase el tubo de escape roto. Me quedé
parado bajo la ducha de luz de una farola. Esperando que pasase el coche.
Emergió de la niebla un vehículo cuatro por
cuatro militar, un coche donde iban varios soldados sentados de lado en la
parte trasera, cascos verdes y fusiles agarrados. Se detuvieron delante de mí.
Era un antiguo cuatro por cuatro del ejército de los Estados Unidos, en color
verde, estrella blanca en el capó. Los seis ocupantes se quedaron mirándome, el
conductor fumaba un cigarrillo. Parecían venir todos de la guerra: caras
cansadas, uniformes polvorientos y rotos. Tirando el cigarrillo al suelo, el
conductor me preguntó:
-
¿Qué estás haciendo aquí? Vete con tu familia,
ya ha terminado todo.
Arrancó y me dejaron allí abandonado. Se
perdieron de nuevo en la niebla.
Seguí caminado, cada vez más rápido. Ya algo orientado,
pensaba que tenía cerca la calle de mi alojamiento, pero sin saber el por qué,
parecía que me encontrase cada vez más lejos. Sobre los edificios, a lo lejos,
difuminadas por la niebla, pude vislumbrar las luces de lo que bien podía ser
la torre de Alexander Platz, algo parecido a un ovni flotando en el cielo
algodonado. Crucé la calle, torcí a la derecha, la niebla iba disipándose en
ese lugar y los edificios y los coches aparcados tomaron nitidez. Igualmente
caminaba en total soledad. Hasta que pude girar de nuevo a la izquierda pasaron
varios minutos, el edificio parecía no terminar nunca. Y aparecí en un patio de
vecinos con jardín, abierto al final. Lo atravesé, todas las ventanas a
oscuras, el frío corría por el pasillo cortándome las orejas. Vi bien en girar
una vez más a la izquierda. Como a los veinte metros comenzó a salir gente de
todos los lados, gente que se abrazaba y reía, saltaba, cantaba, que bebía
cerveza de botellas enormes y después las tiraba al suelo haciéndolas añicos.
Me rodearon, compartieron conmigo sus cervezas y me abrazaron, uno de ellos me
regaló un plátano. Saltamos y bailamos, todo era incomprensible para mí, y
después se fueron despidiendo y alejando, armando buya como si regresaran de
pasar la noche en Benidorm.
Quedé nuevamente solo en mitad de la calle. El
ruido se alejó, la ciudad regresaba a su silencio imparcial. Seguí buscando el
portal que llevaba hasta mi habitación, palpando las paredes incluso.
Me crucé con varias personas que llevaban
martillos y carretillas, se cruzaron conmigo sin prestarme atención. Otro me
adelantó con una carretilla llena de escombros, este si me dijo algo, pero no
pude comprender; fue algo así:
-
Guten
nuben schissferreacho strg noff já, já, já.
Comenzaba ya a asustarme
cuando creí ver a lo lejos la fachada gris y salpicada de pólvora del edificio
-bunker- que tenía frente a mi ventanal. Corrí hasta llegar allí y tocar su
pared fría. Justo, los portales que formaban el hotel los tenía delante.
Algunos ventanales estaban iluminados, fui buscando con la mirada hasta
descubrir el que correspondía con mi habitación. También estaba iluminado. El
corazón me dio un vuelco. Volví a contar, a repasar el edificio entero, pero,
aunque no lo quería creer, la habitación siempre estaba iluminada. Me están
robando, fue lo primero en pensar.
Di un paso hacia delante, comencé a cruzar la
calle sin mirar. El viento era helador. Impactado, me detuve en medio, una
figura apareció en la ventana, vestía en pijama, parecía disfrutar mirando la
calle, tan calentito allí dentro, tal vez me mirase a mí. El miedo compactó mis
músculos, lentamente fui acercándome, mis mandíbulas se fueron abriendo como
idiotizadas, los ojos se me salían y no daban crédito, aquella persona se hacía
cada vez más viva, más real, alcé el brazo derecho e intenté señalar con la
mano temblorosa. Grité enloquecidamente, aquella persona era yo.
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