ROOMS Nº4 LOGROÑO
1. Nº4 LOGROÑO
De manera intencionada visité una vez la
ciudad de Logroño, con motivo de una exposición de arte donde presentaba una
obra, de título “Dark Room”, que hace juego con la serie pero que no viene al
caso.
Me trasladé hasta allí en tren tres días antes
de la inauguración para resolver los problemas que pudiesen nacer del montaje
de la obra. Fue fácil, la primera mañana ya la tenía instalada, y me quedaban
días por delante para conocer la ciudad.
Sin más atractivo que la plaza de la catedral,
unos soportales, una angosta calle llena de tabernas y un paseo junto al río
Ebro, en aquel noviembre siempre húmedo y helado, donde a demás perdí el paraguas,
fuera de ese círculo estrecho el resto es periferia, total y descarnada, sin
encanto, opaca y vulgar. No hablemos ya de sus gentes, pues fueron oscas y
maleducadas conmigo, minimalistas en sus expresiones, sin la menor intención de
granjearse nuevas amistades.
Lo único que puede salvar mi estancia en tan anodina capital para esta serie de relatos, a la que por otra parte no tengo la más mínima intención de regresar, fue el hotel donde estuve alojado.
Fuera de
la ciudad, lejano, el hotel estaba situado en uno de los laterales de una glorieta,
decorada con hierros retorcidos, a donde llegaban coches y camiones, sobre todo
camiones, directos de la autopista para entrar en la ciudad, o al revés, y que debía
de cruzar para acceder a él ambos carriles jugándome la vida. No era ya
periferia si no polígono donde me veía apartado.
Un edificio feo de tres plantas pegado a una
gasolinera, donde alguien tuvo la genial idea de nombrar a cada habitación con
el nombre de una capital europea. A mí me tocó la habitación la 208, Amsterdam:
habitación común de hotel con cama estrecha para mí, cuarto de baño funcional,
armario con tres perchas y ventanas, persianas traslúcidas, toda pintada en
color blanco; ahora sí, sobre la cama un dibujo en color de negro del nombre de
la ciudad con sus canales y algún molino, muy bien diseñado. Desde la ventana la
vista chocaba con un espectáculo surrealista: pegada a la pared del hotel había
una piscina vacía y con los azulejos arrancados, cercada por el clásico suelo
de baldosas, también levantadas, algunas apiladas en montones piramidales, como
si hubiesen bombardeado la semana anterior; dos hombres trabajaban en esta “zona
0” desde la mañana a la noche, machacando el piso con martillos eléctricos
percutores, componiendo una melodía brutal interminable y exasperante, además a
uno de ellos siempre se le caían los pantalones, y al agacharse podía verle la
raja del culo. Más allá de esta primera visión, el ojo volvía a sorprenderse
con una edificación insustancial y sacada de contexto: un mini edificio Chrysler, unido
al hotel mediante una pasarela, y rodeado de cactus verdes del desierto de
Arizona. Y más allá un extenso parking para camiones, casi siempre vacío. Aunque
una mañana al salir del hotel encontré parado justo delante un camión de
transporte de ganado lleno de pasajeros porcinos.
El trato con la gente del hotel fue exiguo,
mínimo, un hola y adiós. Sin mucho que hacer en esta ciudad, pasé mucho tiempo
en la habitación, sobre todo cuando comenzaba a anochecer y las calles eran
sendas lúgubres y desiertas, intransitables del frío que hacía. Intentaba leer
o atender a la televisión, pero recuerdo que era bastante difícil dado el ruido
de los camiones que entraban y salían de la gasolinera y los operarios que
machacaban el suelo en el exterior. Recuerdo que la última mañana, durante el
desayuno, para terminar la experiencia, me vi rodeado de hombres maduros
vestidos de manera ridícula, intentando parecer ciclistas profesionales, cascos
y ropas ajustadas de colores ácidos, como caramelos infantiles.
Gracias al vino los pocos días que estuve
pasaron rápidos, y no me dio tiempo a descubrir, como lo hago ahora, que el
hotel es una metáfora de mi experiencia con la ciudad de Logroño.
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