ROOMS Nº5 PARÍS

 

1.    PARÍS

 

 No cruzábamos el milenio aún y la muerte de Lady Di todavía se sentía cercana, cuando visité por primera vez la ciudad de París. Una vez más fue la literatura quien me incitó a viajar, libros y escritores me empujaron a conocer sus calles adoquinadas.

 Woody Allen, dentro de su extensa filmografía, ingenió de una forma maravillosa en la película “Midnight in París”, la experiencia de conocer la ciudad en sus momentos artísticos más relevantes; en ella su protagonista, un joven escritor americano de vacaciones con su pareja, lleno de sueños y en busca de inspiración, decide salir a pasear en soledad por las calles húmedas de la noche primaveral parisina persiguiendo los pasos de sus santificados iconos literarios del pasado. Perdido en el dédalo de calles, un coche sale de la niebla para rescatarle y le conduce al disfrute de las lejanas noches del jazz y las tertulias, donde conoce a los Fitzgerald, siempre copa en mano, a Gertrude Stein en su casa junto a Hemingway, Picasso, e incluso un siempre inspirado Dalí en una café de madrugada. No hay escritor novato que no haya soñado con ello. Esta película es muy posterior a aquella mi primera visita a París, pero sin duda resume gran parte de mi interés por ir a conocerla.

 De la misma forma que Owen Wilson, en el papel del joven escritor Gil Pender, paseaba por la ciudad intentando rescatar y percibir algo de ese viejo aroma romántico, mitad literatura mitad barra de coctel, con el París de Hemingway y Henry Miller bajo el brazo, pero yo no tuve su misma suerte, a mí no me dirige ningún hacedor de sueños, y era evidente que todo había cambiado, llegaba siete décadas tarde, Shakespeare & company no era más que un parque de atracciones para frikys donde poder pasar residencias literarias subvencionadas.

 El caso es que la habitación de hotel donde pasé esos días, bastante fríos hay que decirlo, no se diferenciaba en mucho de los diminutos y exiguos cubículos que rentaban en la antigua librería de Silvia Beach a los principiantes escritores.

 Mi intención era la de conocer el París de mis héroes, el loco y alcoholizado París de entre guerras, y el hotel fue el mejor acercamiento para conocer cómo sería la genuina vida de un escritor sin dinero. Situado en la rue Ledu Rollin, en un edificio estrecho y viejuno. Con un ascensor ataúd, por fúnebre y angosto, que subía lento desde la pequeña recepción en incómodos espacios de tiempo llenos de suspense, hasta las plantas donde se hallaban las habitaciones, puerta frente a puerta en pasillos enmoquetados y sucios, tono rojo burdel. La opción de utilizar las escaleras hubiese sido la delicia para un personaje de Balzac.

 Ya me lo advirtió mi madre: que en París las habitaciones de hotel, si no te dejas la pasta te dejan sin habla, y no fue de otro modo. Al abrir la puerta una enorme cama revestida con mantas estampadas en barrocos motivos florales llenaba todo el pequeño espacio con su pomposa y grandilocuente forma caduca, no dejaba aire al resto de mobiliario: una mesita de madera de patas retorcidas, dos sillas con respaldo almohadillado y una cajonera donde reposaban un teléfono negro y una lámpara imitando un quinqué. Las paredes empapeladas a bandas de color malva y gris, con algún que otro cuadro atornillado, el techo oscurecido de tabaco con molduras corintias en escayola, y un ventanal de dos metros con dos hojas de madera de bisagras chirriantes, que daba a una calle gris de una sola vía por donde cada mañana, al abrirlas, descubría la vida ajetreada de un barrio judío ortodoxo.

 ¿Y el cuarto de baño? Esa misma pregunta me hice yo.

 Estaba en el interior de la habitación, claro está.

 En esta pequeña habitación bohemia de inspiración hogareña estaba todo pensado, el espacio era mínimo, pero bien utilizado. En la pared contraria al ventanal se adivinaban las puertas correderas de dos armarios empotrados; puertas correderas de acordeón que al correrlas desvelaron: a mi izquierda un espacio tapizado en raso negro con una barra de pared a pared donde colgaban varias perchas deformadas, igual que un cajón de mago, y a mi derecha un espejo sobre un lavabo frente a frente con un retrete. Ambos huecos en la pared con una profundidad no mayor a un metro. Cerrabas las tablas del acordeón y la pared parecía un biombo versallesco, abrías las lamas con teatralidad y por sorpresa aparecían el cuarto de baño secreto y un esqueleto colgado.

 Maravilloso. Disfruté tanto o más la habitación como la ciudad. Encerrarse en su calor tras caer la noche y resguardarse entre su compleja decoración, con la poca luz que proporcionaba su lámpara de techo, me hacía sentirme un poco escritor, un poco soñador, un poco fracasado y feliz, tal como lo fueron muchos hambrientos extravagantes que resultaron ser genios.

 A veces la literatura tiene la complejidad de transformar la experiencia y alejarla de la realidad transformándola en un sueño. No sólo Woody Allen tuvo la feliz idea de caminar por ese filo, también estuve yo, y otros muchos antes que yo, todos persiguiendo el mismo rastro, con el deseo de que se nos pegase algo de aquel brillo, como rebuscar entre desechos en el Marché aux Puces una mañana fría y gris de invierno.  

 París era una fiesta, París no se acaba nunca, París es siempre una buena idea, siempre nos quedará París.


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