ROOMS Nº2 GRECIA


 Oír decir el nombre de Grecia y de inmediato aparecen en mi cabeza islas, tormentas, dioses, héroes y tragedias. Recuerdo con mucho cariño mis viajes a la tierra de Homero, de Esquilo, Agamenón y Aquiles, porque fueron de los primeros que realicé en solitario; aunque no fue siempre así, los primeros entre ellos los hice en pareja.

 Enamorado de la Odisea, cada año elegía una isla diferente que conocer, para sentarme en sus playas y leer versos sueltos de tan genial aventura. El placer es inmenso, cuando uno invoca a las musas, mirando el mismo mar por la que vagó la nave Argos.

 Cada año una isla diferente, de las Cícladas a las Jónicas, de las Espóradas al Dodecaneso, Creta, Chipre, sin un orden, zarandeado por el Céfiro.

 Por lo tanto, fueron muchos alojamientos.

 Y muchas experiencias, claro. Incluiré a continuación las que creo dignas de narrar, donde haya sufrido experiencias extraordinarias o los alojamientos superaran en mucho con las perspectivas de un viajero.

 En Grecia es muy fácil encontrar muy buenos precios en hoteles pequeños regentados por familias, siempre muy bien situados, limpios y con desayuno, a veces incluso con piscina.

 Como por ejemplo en la isla de Creta. Llegamos de noche al pueblo costero de Malia, todavía iba en pareja a recorrer el mundo, a un hotelillo en primera línea de playa. Entramos en la recepción y nos dirigimos al mostrador. Con la habitación ya asignada mi pareja y yo nos encaminamos por un pasillo largo y oscuro. Como a quince pasos, encontramos una habitación con la puerta abierta, los reflejos azulados del televisor iluminaban un trozo del pasillo, el volumen no estaba muy alto, la verdad, parecía que alguien acabase de salir de ella y hubiese olvidado cerrar. Un paso más y comenzó a salir humo de esa habitación, un humo blanco y denso. Dejé la maleta en el suelo y me asomé. Dos chicos dormían boca abajo, cada uno en su cama, sólo llevaban los calzoncillos puestos, uno de los colchones ardía y emitía ese humo denso. Di unas palmadas fuertes, grité, pero no se despertaban. Corrí hacia el mostrador de recepción, avisé de lo que sucedía y un señor mayor corrió guiado por mí, cargado con un extintor.

 Al ver el fuego comenzó a gritar y a disparar con el extintor. De ese modo los chicos ya lograron despertarse y salieron al pasillo. Los dos jóvenes llevaban una borrachera impresionante. El señor logró hacerse con el incendio y tiró el colchón por la terraza hacia un jardín. Permaneció allí negro y agujereado por al menos cuatro días. El hotel tenía piscina.

 Ya en solitario, uno de los veranos le tocó el turno a la isla de Corfú, en las Jónicas. Como Odiseo, naufragué en una playa y fui muy bien acogido por los lugareños. Corfú puede que sea la isla de Esqueria, donde gobernaba el Rey Alcinoo sobre el pueblo Feacio; en ella narra sus aventuras Odiseo, le incitan a casarse con Nausicaa, hija de Alcinoo, y finalmente le ayudan a regresar a casa, a Ítaca, isla cercana dentro del grupo de las Jónicas. En griego Corfú es Kérkira.

 El hotelillo no tenía nada de particular, ni siquiera desde mi habitación tenía buenas vistas: parte de la pared de un edificio en color naranja, que ocultaba el bosque que se situaba detrás; la localización regular. Lo único que puede salvar esta anécdota es mi rápida identificación con el Héroe por mi parte, ya que me veía perdido en la isla, ¿Esqueria?, se me presentó una camarera rubia cuando caminaba en soledad una mañana, ¿Nausicaa?, que cada noche me daba palique y me presentó a su padre, dueño y señor de varias tabernas, ¿Alcinoo?, siempre interesado en conocer cosas de España, ¿Ítaca?, a donde regresé días más tarde con la barba crecida, y encontré a Penélope rodeada de pretendientes. Destacable también la aparición una noche de las más grande y roja luna llena que haya visto hasta hoy: fue despegándose como una gota de aceite en agua de la costa oscura que tenía justo en frente, al este, y enrojeciendo en su ascensión hasta completar un globo enorme de color sangre. Recuerdo que rápidamente el puertecillo donde me encontraba se llenó de curiosos. Roja también era la casa donde la familia Durrell se alojó su primera vez en la isla, la casa color de fresa que aparece tan bien detallada en “Mi familia y otros animales” de Gerald Durrell, el menor de los hermanos, ahora semi escondida en una curva de la carretera que lleva a la ciudad. También tuvo su casa, más bien un palacio, la Emperatriz Sisi de Austria, que se lo dedicó por entero al héroe Aquiles, de ahí su nombre: Aquileón o Achilleion. Todo el palacio y los jardines toman como tema principal al héroe, tal como los describe Homero en la Ilíada: arrastrando a Héctor por el pie rodeando las murallas de Ilión, llorando a Pratoclo frente a su pira o herido en el talón por la funesta flecha salida del arco de Paris.

 Eran los libros los que me llevaban de una isla a otra por el mar Mediterráneo.

 Recuerdo comenzar a ilustrar con acuarelas la Orestea de Esquilo en un hotel familiar a las afueras de la ciudad de Fira, en la isla de Santorini. Mi madre había fallecido unos pocos meses atrás y María, la dueña y jefa del clan familiar, que era una mujer joven, grandota y afable, tremendamente cariñosa, al verme tristón y que pasaba tal vez demasiado tiempo dentro de la habitación, creo que le picó la curiosidad y un día descubrió mi trabajo, que dejaba secar sobre una mesa, en una de las mañanas en las que me encontraba fuera del hotel, leyendo la Orestea en la playa. Al regresar, muy interesada me preguntó al respecto, hablamos de Grecia, de sus héroes y tragedias, también de mi madre; desde esa conversación todos los días me dejaba una botella de vino blanco con un sacacorchos en la habitación. Tuve que responder regalándole un dibujo realizado especialmente para ella: el dibujo de unos hombres subiendo escaleras mientras cargan burros a sus espaldas. Para entender la gracia, tengo que explicar que hay un servicio de burros-taxi que ascienden desde el pie del barranco, a pie de playa, hasta la misma ciudad, un desnivel de seiscientos metros, caminando forzados por un sendero de piedra serpenteante, mientras cargan turistas con sobrepeso. Le encantó y juró colgarlo en una de las paredes del hotel. El día de mi partida, tras despedirme de ella, me fui a esperar al autobús que me llevaría hasta el aeropuerto a la estación de Fira, como a un kilómetro del hotel; una hora y media después, justo cuando faltaban diez minutos para que mi transporte comenzara su andadura, me di cuenta de que me faltaba el sombrero panamá que me regaló mi madre hacía algunos años. No podía perderlo, corrí hasta las puertas del hotel sin pensármelo mucho. Allí estaba Maria, con el gorro en la mano, esperándome.

 Juré regresar, aún no lo he hecho. Las tormentas me desplazaron hasta otra isla, donde encalló mi nave por quince días.

 Skyathos, la isla mágica. Al menos para mí.

 Esta vez di en el clavo con todo. Hotel pequeño, luminoso, limpio, habitación con terraza, desayuno espectacular servido en un patio lleno de vegetación, y lo que es mejor, a tan sólo veinte metros del lugar donde pasaría cada noche de mis vacaciones, un bar con música en vivo del cual salía por costumbre borracho y podía llegar rodando hasta la cama; donde hice buenos amigos.

 Por cierto, en Skiathos, hacía pocos meses que habían terminado de rodar la película “Mamma mía”.

 En esa habitación de hotel con terraza, escribí un Blues, que cantaría después una noche acompañado por la banda de rock del bar anteriormente mencionado. Roadhouse Band, es su nombre. Un conjunto de amigos, todos griegos, que me acogieron de inmediato como uno más; de hecho, al vestir casi siempre con camisas negras, llevar barba y ser alto y delgado, de primeras creían que era cretense. Congeniamos rápido, cada noche iba a escuchar sus ritmos de rock mezclados con calipso, mientras me bebía cientos de cervezas. Incluso una mañana me llevaron a comer con ellos y sus parejas, unos pescados a la brasa espectaculares, en una playa al norte de la isla, en una taberna donde jamás pisó un turista. Eran muy buenos, la gente disfrutaba mucho con ellos. Como dije antes, me pillaba unas buenas curdas de cerveza y tequila, y volvía rodando hasta la puerta del hotel, veinte metros calle abajo.

 La última noche en la isla cayó una tormenta tremenda, inesperada en el mes de Julio. Salí a la terraza a ver llover; pasaban corriendo y riendo grupos de personas abajo en la calle, saltando de charco en charco. Los rayos nos asediaban, su sonido inmediato era espantoso. La cortina de agua era totalmente opaca, blanca y lechosa. Disfrutaba con el espectáculo cuando se fue la luz, la isla entera se quedó a oscuras, la lluvia no cesaba. Todo desapareció, como si en tu habitación, con las persianas bajadas, de repente apagaras la luz. Los rayos continuaban cayendo, iluminado por instantes partes de la ciudad que eran visibles desde mi terraza, como flases fotográficos. Fascinando, agarrado a la baranda de la terraza, me sentía como W. Turner atado al palo mayor mientras dibuja y navega bajo la tormenta.

 Las nubes descargaron sobre la isla y continuaron su camino. No regresó la luz eléctrica hasta diez minutos después. Fue el momento de las velas y las linternas en las ventanas.

 Con la luz regresó la vulgaridad.

 Como vulgar fue el hotel que elegí en la isla de Kos, y su nombre toda una estupidez discordante; al viajar a una isla griega uno se espera algo así como Hotel Poseidón, Atenea, Agamenón, pero no Koala. ¿Koala? La elección fue mía después de todo, tal vez me pareciese en ese momento divertido.

 Bueno, llegué a las puertas de este hotel a eso de las cinco y media de la mañana, en vuelo desde Atenas. Esa era mi forma de actuar en estos viajes: cogía siempre un vuelo a la ciudad de Atenas que aterrizase a medio día, para poder disfrutar andando por sus calles, y sobre todo contemplar el Partenón; el siguiente vuelo, con dirección a Kos, Santorini, Skiathos o Siros lo escogía de madrugada, pasaba parte de la noche en el aeropuerto, pero luego llegaba a mi destino pronto, esta vez sí muy demasiado pronto.

 Dejé la maleta en la recepción del hotel, cogí la toalla, un bañador, y sobre las seis y poco estaba en la playa. No podía acceder a mi habitación hasta pasadas la una de la tarde. Fueron horas interminables paseando por la playa, la ciudad, comiendo alguna cosa, sudando y destrozado tras llevar treinta horas despierto. Cuando pude entrar a mi habitación, a eso de las tres de la tarde, me desplomé sobre la cama y dormí por catorce horas seguidas sin cambiar de posición.

 Al despertarme era de noche aún, algunos pajarillos trinaban fuera; abrí las puertas del pequeño balcón que tenía y respiré la noche, fresca, pacífica, llena de aromas vegetales, inspiracional. Todo se desmoronó de inmediato: una pareja comenzó a follar en la habitación justo debajo de mí, con las puertas del balcón abiertas y la luz encendida.

 Visto desde el exterior y a distancia podría haber sido así: allí estaba, todo oscuro el edificio salvó por mi habitación, la luz que recortaba mi silueta, y la de abajo, emitiendo luz y gemidos mezclados con gritos, yo solo arriba, callado, como si fuese una ópera rock. Tuve que escuchar toda la partitura y un par de vises. El día comenzaba lubricado, y pretendía ser largo y ardiente.

 Siros es la capital de las Cícladas. Justo en el centro del círculo.

 Un taxi me dejó en la capital, Ermúpoli, delante de un mercado de verduras. Con la mano el conductor me indicó que el hotel quedaba subiendo unas escaleras entre puestos de tomates y lechugas. Muy importante cuando se viaja solo por las islas griegas es elegir el alojamiento en las ciudades de la isla, nunca en pueblos costeros. Desde la capital salen los autobuses a todas las direcciones, a la montaña, las playas, los museos y centros arqueológicos, es donde discurre la vida y la noche. En un pueblo con playa deberás siempre ir primero a la capital para todo. En mi caso debe de ser así, pues no sé conducir.

 Subiendo esas escaleras de la ciudad antigua, llegué hasta una puerta sin nombre, no había más en cien metros, así que entré con seguridad. Tuve que ascender unas escaleras para llegar a la recepción, un pequeño mostrador de madera oscura con folletos turísticos encima. También hay que tener en cuenta, al viajar en solitario, que tu habitación nunca será de las mejores. Ok, mi habitación quedaba en la última planta, de hecho, era un añadido al tejado, algo parecido a un antiguo almacén reconvertido en habitación. Era pequeña pero coqueta, no estaba mal. Ahora viene lo mejor: al encontrarse mi habitación solitaria y alejada de las demás en la última planta, era en esta donde se situaba la enorme terraza del hotel, que se expandía por toda la superficie del tejado. En ella había varias mesas y sillas, una zona cubierta y vistas sobre los tejados de la ciudad, la plaza Miaouli con sus edificios neoclásicos, el puerto, el paseo marítimo y el cine de verano. Al estar aislada, era poco concurrida y la disfrutaba casi en exclusividad; mi terraza era el tejado del edificio. Fascinante. Allí merendaba, a veces cenaba, bebía cervezas y fumaba, tomaba el sol o leía, y cada noche a eso de las diez en punto, comenzaban a proyectar en el cine, una calle más arriba, la película de “Resacón el Vegas 2, ahora Tailandia”, al quinto día me sabía de memoria la película entera sólo de escucharla, porque ver no veía nada, sólo me llegaban los diálogos, las risas del público y los chillidos del mono narcotraficante.

 Una noche no hice uso de la habitación. En el puerto me monté en un ferry a las cinco de la tarde que me llevó hasta Míkonos en tan sólo media hora. Allí pasé la noche, paseando por las callejuelas blancas, bebiendo, bailando y riendo hasta que me pilló el amanecer en un “After Hours”; de ahí me fui a los molinos de viento, a esa hora mágica solitarios como gigantes dormidos encima de la loma, misma sensación de privilegio en “Little Venice”, con el mar salpicando las casas y el paseo vacío; las calles, blancas relucientes, laberinto sin más sonido que el del despertar, sin gente, yo en soledad caminado perdido por el dédalo blanco de Míkonos. Después esperar el ferry de vuelta, media hora de singladura y llegar a la habitación y caer rendido. Noche mágica.

 Coincidieron estos días con las huelgas generales durante la crisis económica del dos mil ocho, y la mañana de mi partida todos los taxis en todo el país de Grecia estaban en huelga. Avisado por el dueño del hotel, se ofreció a llevarme hasta el aeropuerto en su coche. A las ocho de la mañana ya aporreaba mi puerta metiendo premura. Rápidamente llegamos al aeropuerto, nos despedimos y le di mil gracias por el gesto.

 En cada viaje, siempre que llegaba a Atenas desde Madrid, nada más bajar del avión y respirar su aire marino, de épica y tragedia, sentía una sensación muy profunda de cercanía y cerraba los ojos y decía: ¡Ya estás en casa!


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